La materia como lenguaje. De la redundancia al disimulo

La materia como lenguaje.

De la redundancia al disimulo

FERNANDO  ESPUELAS

Traducción:

ÁNGELA O’DRISCOLL

 

La materia como lenguaje. De la redundancia al disimulo

Está siempre junto a nosotros en silencio. Como esos buenos sirvientes, atentos y discretos, no parece tener vida propia. La materia de la arquitectura nos rodea, nos protege en todo momento. Se le ha confiado la misión de darnos cobijo y confort. Es algo que la antecede, algo que percibimos en ella antes incluso de sentir sus efectos, pero si le prestamos atención, parece que también quiere expresarse por sí misma, por su propia naturaleza. Dice Hans-Georg Gadamer que “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”. Sería entonces el de la materia un lenguaje que no tiene un código estricto ni utiliza signos inequívocos. La materia entona una lengua antigua y oscura, al mismo tiempo ancestral y recóndita. 

Además de proteger, abrigar y separar, la materia de la arquitectura debe durar ejerciendo estas funciones. Así lo percibimos, por lo que la utilidad y la duración, sus atributos básicos, son rasgos rotundos de significación pero sin matices. A efectos de lenguaje serían como sonidos guturales en una oralidad primitiva. 

Requiere atención el indagar sobre el entendimiento de la materia arquitectónica como medio de expresión. Parece irremediable que a fuerza de preguntar acerca de ella se termine por preguntarle, por dar la palabra a la propia materia. De la misma forma que Atenea dio el don de la palabra a la nave de los argonautas, es preciso dar la palabra a la materia para saber más de ella. Cada uno de nosotros le prestamos cuerpo y boca para que se pronuncie a través nuestro, a la manera de un ventrílocuo o de una sibila. 

Esperamos la expresión de la materia y le atribuimos la presunción de “verdad”. Siguiendo a Richard Rorty, entendemos por verdad la mejor descripción posible, la más útil, la más adecuada, y para ello será preciso activar ese “ejército móvil de metáforas” del que habló Nietzsche para definir la verdad. Verdad rebajada, no absoluta sino disposición de ajustadas metáforas como brillantes atajos que atraviesan territorios inesperados.

Ya tenemos la materia en el territorio del lenguaje, como un idioma más. Y como tal se comporta al significar. La materia se conjuga en presente, no tiene futuro. Es asertiva, no conjetural. La materia preserva el interior de la arquitectura como la escritura ciñe la verdad de lo que se quiere contar. Pero la materia es lo contrapuesto a la abstracción, la materia es lenguaje que se encarna (Merleau Ponty nos ha hablado de “la carne de las cosas” para hermanar su fisicidad con la nuestra). 

Toda materia es un teatro aletargado que se activa con la mirada, con el tacto, con la pregunta acerca de su perseverancia. Las grandes moles pétreas de la muralla de Tirinto son un drama que oscila entre lo telúrico y lo arcaico. En los mosaicos de San Vital de Ravena se entona una elegía interpretada por muchas voces brillantes y matizadas como un coro del Réquiem de Mozart. 

En cualquier lengua su expresión más pura, la más libre, la más penetrante, está en la poesía. En la lengua de la materia podemos encontrar momentos similares de expresión limpia y sorprendente, intensa e inexplicable. En poesía están construidos los muros de ladrillo en las iglesias de Lewerentz y los huesos de hormigón de las cubiertas de Fisac. En clave de poesía escribe Mies los soportes del Pabellón de Barcelona, pero antes en rotundas cadencias poéticas se escanden las hiladas de piedra en el Tesoro de Atreo. 

Habitualmente la materia en la arquitectura es algo transitivo. En el origen estaba únicamente determinada por la naturaleza circundante de la que se extraía, más tarde se la seleccionó por sus atributos de resistencia y durabilidad. Cuando la arquitectura comenzó a ser portadora de mensajes explícitos sobre la dócil materia se escribían, se esculpían, se pintaban las historias que el poder en todo tiempo suministra a los hombres para que se consuelen y se adormezcan. Pero en algún momento el mensaje dejo de ser explícito y la materia paso de ser fondo a ser figura. Recordando a McLuhan, desde las iglesias tardobarrocas al miesiano Pabellón de Barcelona, el medio se transformó en mensaje. Y la materia, que siempre tuvo una vocación mediadora, se hace ya protagonista de contenidos ostentosos o ensimismados. La propia materia, sin “textos” añadidos, tiene entonces la palabra que puede hablar de la voluntad artística de la naturaleza (Wilde) o de la probidad de la alta tecnología. 

La materia, al quedarse más acá de la forma, al ser un medio expresivo diluido en el que la manera de significar raya en la sugerencia, es muy porosa a las sensaciones que portan la emoción y el recuerdo. Pero lo es también a la fascinación, a la parálisis deleitosa que abre la puerta al futuro. Decíamos antes que la materia se conjuga en presente (pura presencia) y paradójicamente remueve, sin prisa, las capas más profundas de la memoria y anticipa escenarios de vivencias por llegar.

Tal vez porque la materia tiene esa línea directa con la memoria, tal vez porque le damos una total presunción de inocencia, hay un recurrente rechazo a la impostura en el uso de la materia. Ruskin, el más genuino representante de esa postura moralizante, aboga por la apariencia genuina de cada material en la obra de arquitectura.

 

La materia es el factor primordial del bienestar que persigue la arquitectura. La materia da protección y confort. Y eso es para todos, pero la materia aspira a expresarse dando placer, y en eso, en el placer que proporciona la materia, algunos tienen ventaja: los ciegos y los miedosos, los curiosos y los tímidos, los que sufren agorafobia y los perezosos. En muchas tesituras distintas entona su canto la materia, pero siempre se la oye mejor en la corta distancia, a la distancia de un brazo extendido. 

Antes de proseguir, es preciso detenerse para lanzar dos miradas atrás, al origen, una a la etimología y la otra la mitología. 

En el principio, el hombre requiere modificar el medio para que le resulte más favorable, más confortable, más productivo. Para ello se vale de lo que la naturaleza le ofrece, lo que le resulta más cercano y más útil. Al extraer, fragmentar y ensamblar, transforma esas porciones de Fisis en algo distinto. La madera olvida el árbol del que procede y la cerámica el suelo barroso del que se extrajo. Sin embargo, algo subyace de agradecimiento del hombre a esa Madre Tierra por haberle dado aquello que necesita. No es casual que el término materia proceda de mater, en latín, madre, que se amplía para designar a la madera limpia de corteza y ramas usada en carpintería. 

Las raíces del léxico son profundas, oscuras y amargas, como son las vegetales. Aquella que expresa lo bueno en lenguaje indoeuropeo es ma. La partícula que indica parentesco es er. Matár o metér es madre en sanscrito y también lo es en griego. Así que parece que cuando el genio de la lengua necesita nombrar a esa porción de la Fisis que es utilizada para mejorar la vida, para el bien-estar, recurre a una aleación lógica que coincide con el sustantivo de la maternidad. Por otra parte encontramos que la raíz me, en sanscrito es medir. De ahí, meti es el que mide y metra es medida. Así que la alusión a lo que es medible, es decir, a lo que es estable, forma parte del racimo de términos que convergen en el de mater que nombra la materia. 

En Grecia el mito era el gran legitimador de verdades, las sacaba de la sequedad de la moral y las hacía jugosas, amenas y excitantes. El mito nos habla de todo lo que importa, de los tabúes, de los deseos, de los defectos, de la naturaleza y sus prodigios. Siempre lo hace de manera indirecta, a través de la narración y de la eficacia persuasiva del asombro. Y así nos da cuenta del ciclo de las estaciones mediante el mito de Démeter y Perséfone. De la misma raíz metér viene el nombre de la diosa griega de la fertilidad de la tierra: Démeter. Se trata de la diosa que rige los ciclos agrícolas, la diosa del trigo. En su figura se aúnan el amor maternal y el concepto de naturaleza mutante, de materia viva. Su hija, Perséfone, es raptada por Hades, dios del inframundo. Entonces Démeter renuncia a sus atributos divinos para buscarla. Durante el tiempo que dura su desesperada búsqueda la Tierra, abandonada por su diosa providente, queda yerma. Sólo cuando Zeus que acuerda con Hades la vuelta de Perséfone durante la mitad del año, Démeter recobra la alegría y en consecuencia, la vegetación vuelve a llenar con su esplendor la superficie de la Tierra, evitando así que el invierno sea perpetuo. 

La materia con que se construye la arquitectura es fruto de un armisticio, de una tregua que el hombre negocia con el tiempo. Una tregua para detener la transformación constante, para postergar el deterioro. A cambio el hombre le ofrece a Fisis nuevas fórmulas con las que ampliar el catálogo de las modalidades de materia. Efectivamente, la materia consagrada por Aristóteles como concepto filosófico resulta técnicamente insuficiente. Entonces se recurre a agrupar a esas porciones de Fisis, las útiles para construir, en familias y a cada una de ellas se le denomina con el término material, que en sí ya es resonante y calificativo. 

Para probar la capacidad de la materia como lenguaje indagaremos brevemente cómo se comporta con dos figuras de significación extremas como son la reiteración o anáfora (que sería el término empleado en poesía) y la elipsis, que en la materia sólo puede mimetismo o disimulo. Nos fijaremos en estas dos fórmulas opuestas. A veces la materia dice yo soy yo, a veces, pretende decir yo soy nadie, incluso yo soy tú. 

La presencia es un atributo inherente a la materia. La materia es pura fisicidad, es presencia, presencia continua. Tal vez por eso, la reiteración es un mecanismo tan inmediato que resulta más difícil elaborar un discurso sofisticado en esa tesitura, ya que no se trata de la simple acumulación de masa. Sería el equivalente a una anáfora la manera en que Lewerentz utiliza el ladrillo en la iglesia de San Pedro en Klippan. Digo ladrillo para formar ásperos muarés en los muros, digo ladrillo en el suelo inclinado que se abre para tragar el goteo de agua bendita. Digo ladrillo para tejer los planos alabeados de la cubierta. 

De otra manera, arquitecturas que hablan con fuerza y voz renovada las lenguas vernáculas de la materia, estarían dentro de esta manera reiterativa de expresarse. Estoy pensando en las obras más conocidas que la arquitecta Anna Heringer ha construido en Bangladesh, la escuela METI o el centro de formación profesional DESI. En ellas se repite la alternancia reiterativa de barro y cañas, elementos que riman con el tapial y elementos que riman con el entramado de bambú. 

Eludir la materia parece una tarea más difícil y sin embargo ha sido un reto permanente de la arquitectura, especialmente de la arquitectura contemporánea. Los mecanismos son más sofisticados: la transparencia, el reflejo, la mimesis,… En definitiva se trata de negarle a la materia su presencia grávida y estable, su opacidad originaria. Materia que se hace imagen de quien mira, materia que asume la imagen de lo que hay detrás, materia que niega su densidad, materia que se desdibuja, que imita la niebla o que se cubre con ella. 

La obra de Sejima/SANAA es todo un despliegue de investigación en ese juego en el que la arquitectura parece renunciar a los atributos propios de su materia: la opacidad, la masividad, la mera presencia. 

El Museo del Vidrio de Toledo (Ohio) que debería ser la culminación de la transparencia resulta, sin embargo, un sutil ejercicio de acumulación de sombras y reflejos que impiden la prometida visión diáfana de un interior que continuamente se escamotea. Sejima/SANAA no le piden al vidrio la aséptica transparencia como sí lo hacía Mies. En el edificio que proyectan para la firma Dior en Omotesando la transparencia se desdice en estrías producidas por butiles deformantes. En sus obras la visión a través del cristal debe quedar marcada, aunque sea muy levemente, por la materialidad de aquél. Las diversas variantes que obtienen del vidrio opal, sus inagotables posibilidades de trasluz, de texturas y de grosores, nos recuerdan las múltiples formas que toma la ceguera. 

Pero Sejima/SANAA han utilizado también la disminución drástica de grosores a partir de la densificación (la Casa de los Ciruelos), o de la esbeltez de los soportes en el Park Café de Ibaraki. El reflejo sin transparencia del metal pulido en la cubierta del Serpertine Pavilion multiplicaba árboles y humanos en un inocente juego equívoco. Esta sea tal vez, la del metal pulido (acero o aluminio), la más definitiva forma de mimetizar la materia de la arquitectura. Como ejemplo conseguido ahí está la fábrica Aplix de Dominique Perrault en Le Celer-sur-Loire. 

Antes de cerrar este apartado traigo el caso del Kunsthaus de Bregenz que Peter Zumthor construye al borde del Lago Constanza. Aquí los mecanismos elusivos de la materia arquitectónica no son tan directos, tan físicos, sino que incorporan un ingrediente conceptual. El misterioso Kunsthaus, compuesto por dos edificios, usa sendos mecanismos para la elusión de la materia. Uno de ellos, el mayor, es un prisma translucido como un bloque de hielo que anticipa y abunda la niebla del lago. El más pequeño, también un prisma esencial, es negro, como los kurogo (“hombres negros”) del teatro Kabuki. Esto son personajes al ir totalmente vestidos de este color se les supone invisibles, pues el negro es el color de la noche en la cual las formas desaparecen. Zumthor hace que sus dos piezas se alíen con dos enemigos de la visibilidad: la niebla y la noche. 

A mediados del siglo XIX Gottfried Semper, teniendo la Historia como materia prima y el positivismo como método, articula toda una teoría sobre el origen de la arquitectura basada en los materiales con la que se construye. 

Señala cuatro materiales originarios, asocia cada uno ellos a los cuatro elementos esenciales de la arquitectura, que a su vez se oponen y resisten a los cuatro elementos básicos de la naturaleza señalados por Empédocles. Esos cuatro materiales básicos son el tejido, la cerámica, la madera y la piedra. El tejido se vincula al cerramiento (el aire); la cerámica representa la cubierta (el agua), la madera es lo tectónico, la estructura (la tierra); la piedra se identifica con el basamento y también con el hogar (el fuego). 

Al modo de las variaciones musicales, podríamos completar la lista de aquellos materiales originarios de la arquitectura con otros que recientemente han ampliado el catálogo, no sólo el de las prestaciones, sino también el de las sensaciones. El vinilo se presenta como una superficie suave y sin incidencias, impermeable y de colores matizados, es la materia de la abstracción, la materia que calla ante la geometría. El vidrio opal, que se parece a la miopía y a la niebla, nos alerta sobre algo prohibido o al menos de mirada inconveniente tras él. El aluminio es ligero, poco metal, o el metal de tiempos banales, no es solidario, no tiene vocación de esbeltez. 

La materia sigue jugando un papel importante para el significar nuevo de la arquitectura. Materia que se desea suave, delgada y sensible. “Por consiguiente, se puede decir incluso que el auténtico aspecto de la arquitectura debe ser suave y flexible como si fuera una película delgada que envuelve el cuerpo y lo cubre en sus totalidad”. 

Hay materia que recuerda su origen. La hay que lo ha olvidado a fuerza de mezclas, a fuerza de química. Tal vez por eso, los materiales que muestran su origen hablan a la memoria y los otros a la desmemoria que es el umbral necesario del futuro. 

Debemos decir al arquitecto: construye con un material que sepa más que tú, que sepa algo que tú ignoras. Ve a buscarlo, no a los catálogos, sino a la sede de las fraguas, al infierno, de donde se rescata aquello que merece la pena.

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